Los cimientos de la tesis


miércoles, 18 de enero de 2012

Nuevo borrador de la introducción

    
      En La  historia interminable  (1979) de Michel Ende, por mencionar un ejemplo conocido por todos,   una terrible amenaza se cierne sobre el reino  sin fronteras de Fantasía. Ante la mirada de sus pobladores desaparecen  en la   ausencia  abismal territorios y seres de maravilla. No se asemeja  a nada  conocido,  no tiene forma ni nombre, no tiene presencia ni palabra, no se puede llegar a nombrar  y menos  aún describir, no se puede percibir ni imaginar, es la  inexpresión, la nada que se extiende como una mancha por los confines de una geografía imaginaria provocando su hundimiento. Un abismo que  ni tan siquiera se puede contemplar pues acaece como una ceguera. En esta fábula es   la “evasión” solitaria de un niño lector lo que puede  testimoniar la fatalidad de este acontecimiento y  hacer renacer con su acto de imaginación furtiva las maravillas de una  ensoñación en peligro de desaparecer  en el olvido. La Emperatriz infantil  doliente de una extraña enfermedad  para la que parece no haber cura  expresa el arcano  de los poderes femeninos del ánima o el alma poética. Ella simboliza  los poderes de la imaginación. El libro que nunca  ha sido terminado de escribirse  es su llamamiento. La imaginación  nos invita a proseguir  una historia más, siempre una historia más.

    Del mismo  modo que cada día desaparecen  bosques y especies de animales,  al igual  que intentamos preservar la naturaleza de la explotación y la agresión, no está de más recordar que la imaginación  y sus geografías de la ensoñación reclaman nuestros cuidado y  también su preservación. Asistimos en cambio   en nuestro  tiempo  a un hecho que parece no tener huella manifiesta  en nuestra realidad material; a lo más, somos asaltados por una añoranza  de un pequeño  detalle del mundo que súbitamente se nos hace  evocador por  haber desaparecido para siempre llevándose tras de sí una estela de imágenes queridas. Nuestro mundo corre y progresa tan veloz que no podemos cristalizar una evocación en un detalle insospechado de nuestra realidad, sea un objeto, una palabra o un espacio. Olvidamos que un detalle insignificante  del mundo al ser  valorizado    es la  entrada  al reino de las imágenes.  Este hecho al que nos hemos precipitado  es  el ocaso de la imaginación.

     Este ocaso se  manifiesta en nuestra cultura por la devastadora impronta psíquica    de las imágenes  visuales  y los estímulos virtuales  que hacen de la vista un ojo muerto, un ojo anestesiado,  que refleja  cada vez más una imaginación  empobrecida, descriptiva o literal. Es  justamente esta invasión  de  imágenes externas, su pregnancia, su onirismo simulado, las que  ciegan  paulatinamente  nuestra  visión interior  y la capacidad de ahondar en  las profundidades  de nuestro   sueño. Estamos tan  saturados de imágenes y  de informaciones, nuestra cognición  es tan apresurada, fragmentada, nerviosa y agitada,  estamos tan embrutecidos y asaltados por el ruido externo, nos sentimos  tan avasallados  en nuestra sensibilidad natural,  que somos   sumamente  pobres en experimentar nuestras propias imágenes, que, raramente, nos dejan  imaginarlas en silencio; y por  último,  hemos perdido nuestra íntima comunicación  y transferencia activa con  el mundo de los sueños.

      De este modo todas las acciones que denoten un  despojamiento de  la mente serán  acciones iluminadoras y  visionarias.  Todas las acciones  que denoten un ahondamiento, una introspección, serán decisivas como resistencia al zeirgeist  de nuestra época al cegar la última posibilidad de libertad: la libertad de imaginar. Solamente un sencillo experimento puede demostrar al paso esta tesis: escoger un lugar apartado, desinteresarse de los espectáculos del mundo, y pasado un tiempo  será comprobable como los propios sueños toman matices nuevos y originales, se sentirá como las imágenes mentales serán más nítidas y más nuestras. Los sueños  de pronto se posan en sus verdaderos esquemas en los que late un eco remoto y vivido. Esta es una experiencia  de la que pueden hablarnos algunas personas que viven apartadas y solitarias. La inspección  de nuestros  propios sueños, la observancia delicada  de las imágenes mentales que nos asaltan, son las mejores pruebas de la autenticidad onírica de nuestras imágenes. Por que ya no se trata de imaginar como un acto positivo del psiquismo sino de una vía dialéctica y negativa: qué es lo que nos resta, qué imagen falsa  se interfiere y detiene  nuestra imaginación. Esta vía de impulso dialéctico es el silencio.

    Las disciplinas filosóficas, y por fuerza, las ciencias psicológicas, en su pragmatismo,   se suman  a  este decurso histórico cuando son  habitualmente sordas  al die Seele como si fuera éste un concepto teológico que pertenece a una filosofía de los valores religiosos, una elucubración  intangible, ineluctable y esotérica  sin  impronta en el pensamiento y la sensibilidad. Parece que el pensamiento avasalla y niega las facultades del alma como aceptación nihilista de todo cuanto hay de trascendente en el ser, todo lo que nos embarcaría hacia una sutil apreciación ontología de la psique.

     Siempre en el alma, y por ende, en el inconsciente, para el hombre moderno se encuentra lo psíquicamente turbador, la otredad innombrable y el tabú, lo extraño y la sospecha,  el extranjero y lo errante, aquello que nos atrae pero que nos produce temor y temblor, sin  albergar la sospecha de que es justamente allí en las regiones más profundas, en el umbral de los recuerdos o las reminiscencias vividas,  donde se encuentra el manantial de las imágenes que pueden devolvernos la riqueza de una experiencia renovadora de la lengua y su virtud expresiva. Se desea descender al mundo de las sombras, saquear los tesoros, desenmascarar lo inconfesable, descubrir las causas del alma enferma y la patología,  y regresar  indemne a la luz diurna, pero  jamás permanecer allí en el ámbito de la oscuridad como así lo expresan numerosos mitos griegos del hades y de la noche. Del mismo modo, el psicoanálisis es a todas luces un mito del regreso y del alba, una victoria del ego sobre la imagen sintomatizada por la mente despierta.  Pero cuando  concretamente cerramos el acceso telúrico  de nuestro inconsciente, a la gran sima del  anima universal, estamos cercenando la decisión imprudente de Orfeo ,  figura mítica que encarna la destreza lírica y que gracias a esta destreza puede abrir las puertas del Hades en su búsqueda de Eurídice. Asimismo toda  acción creadora  es siempre  una decisión valiente marcada por la insensatez de un descenso, es una búsqueda de imagen en sus valores de profundidad –abajo, siempre más abajo-, como una sonda en las profundidades de la mente. Esta censura no solo se da en una mente sino que embarca a toda una colectividad.Como nos advierte cierta antropología del mundo griego al describirnos  la Atenas del sigloV y como son tapiadas las fuentes y los accesos a las cuevas  con templos y oráculos: cerrar el acceso al mundo  subterráneo, delimitar los cultos de la religión primitiva unida a los ritos ctónicos primitivos, y establecer una religión ordenada, cívica, olímpica, luminosa. Este hecho histórico se repite cíclicamente durante la historia de occidente en como ha desdeñado   la facultad de la imaginación  y como ha mantenido en cuarentena  las vías de acceso al alma inconsciente.
    
     Es entonces cuando  una filosofía de la imaginación que asuma el fenómeno psíquico de la imaginación creadora  debe ser  tomado como  un gran  proyecto del alma –hacer alma, crear alma, recobrar el alma-, en el mismo  sentido que James Hillman entiende el Renacimiento en la figura de Ficino   como un renacimiento del alma y proyecta una psicología imaginal; en  como Carl Gust Jung entiende la compleja  personalidad espiritual de Paracelso , medita  sobre el significado del alma en la cosmología alquímica, y proyecta un substratum  universalis de la cultura, también en la obra de algunos grandes mitólogos cuando rebasan siempre  la propia arqueología del mito y nos hablan de una posible mitología creativa, es el caso de Joseph Campbell ; en la modesta y no menos profunda Gramática  de la fantasía de Gianni Rodari , en todos los intentos de defender una literatura de imaginación como puede ser la obra de Italo Calvino  o Jorge Luis Borges;  o como  los estudios poéticos de Gaston Bachelard componen un gran fresco de modestas  añoranzas y nostalgias  que reflejan  fuerzas  de avasallamiento de la  cosmicidad.

     Estos  pensadores, a los que habría que añadir otros muchos,  pueden representar a mi juicio   la sospecha  de que la vida inconsciente no comienza y terminar con el sueño, que no existe una frontera clara  entre la vigilia lúcida y  el sueño profundo, sino que debemos aprender  a convivir  psíquicamente con la zona de sombra pues el inconsciente abarca  toda la vida psíquica y es predecesora a toda cognición. Como muy bien lo expresó  C. G. JUNG en Los complejos y el inconsciente no  comprendemos que “la conciencia es, por  naturaleza, una especie de capa superficial, de epidermis flotante sobre el inconsciente, que se extiende en las profundidades, como un vasto océano de una continuidad perfecta” (JUNG, 2001: 72),  “la conciencia es un brote tardío del alma inconsciente” (Ibidem: 24). Sobre este tema late sin duda la efigie del  alquimista  y su obra infatigable  por  enlazar todos los planos del ser  pues en él se aúnan el artista,  el psicólogo de las profundidades, el lector erudito, el primitivo científico, el inventor de palabras, el teólogo, el filósofo. Jamás  encontraremos  un poder mayor de integración y unidad de lo imaginario  que  en el opus magna de los antiguos alquimistas. La figura del alquimista es el arcano inmanente que evoca los intentos de plasmar en un pensamiento proyectivo los poderes de lo imaginario en su búsqueda del el oro psíquico.

     El cometido de una filosofía  del imaginario debe  tratar de instruir –sensibilizar-  un ojo psicológico- una visión interior-  que se  vuelca  siempre hacia la intimidad y como   incesantemente regresa, reconstruye, crea  con una  renovada originalidad,  constelaciones  de  imágenes que   hacen  que un anima mundi se salve de la desaparición.   Atender a las facultades del alma en su finura y delicadeza cuando se expresa en las imágenes que se imaginan o nos dejan imaginar, virtud más próxima a una  imaginación  literaria que lee  o que  promete escribirse. Por que no solo desaparecen visiones sino también  las palabras fantásticas que las nombran por lo que  un ocaso de  la imaginación  desemboca en una   moribundez del lenguaje y   el olvido silencioso del patrimonio milenario de las palabras.

    Este ocaso de la imaginación  puede ser simbolizado por el desvanecimiento de la llama . La efigie del narrador, la efigie del lector, el pábilo cimbreante que ilumina  la página escrita  es la mejor evocación que podemos invocar  en defensa de la imaginación que añora las palabras y vuelve a descubrir el fuego interior que las anima. La protección de la llama endeble pronta a apagarse es la mejor  metáfora de un hipotético último lector. Una fenomenología del imaginario a tal punto esbozada es una defensa de la lectura y la escritura, la imagen literaria –y más concretamente la imagen poética- como  cumbre de todas las imágenes.

    El impulso  de escribir, hablar y leer  con introspección recibe todas las metáforas del fuego. De la hoguera  primigenia  a la  extinción de la llama en la última pavesa  el fuego encarna mejor que ningún otro fenómeno  la vida del lenguaje que pulsa  sobre la mudez y el silencio.  El habla, la escritura  y la lectura  son actos  de protección  de una llama lejana, ambas pertenecen  a la  misma memoria del tiempo. La vela acompaña   la meditación filosófica y la actividad literaria pues el pasado de las luminarias es el pasado de la escritura y cada libro de nuestra herencia literaria nos remite al carácter  propio de la llama o el fuego que lo ha iluminado: ya sea una vela, un candil,  un candelabro, un pábilo, una lámpara de petróleo, un fanal, o la lumbre de la cocina. Preparar  y prender la mecha  de una antigua luminaria es  hoy un acto cuya nostalgia no nos pertenece. La llama endeble es tan remota en el tiempo y tan familiar que junto al pábilo y su aura dorada se agolpan las sombras de recuerdos que no son nuestros y de los que tomamos una  posesión creadora, un orgullo de cámara. Aún hoy, con la luz de la lamparilla en una estancia en penumbra  recobramos el eco de nuestras palabras queridas, el tenue resplandor de nuestros objetos más próximos, nos acurrucamos  en la soledad dulce de nuestra intimidad y apego a un espacio. Si tomamos un libro o una cuartilla de papel  la llama  conjura el fantasma del lector y del escritor.  De este  modo  la presencia  de la llama ardiente  y ascendente, en su máxima simplicidad y ascetismo, es un  inductor desbordante de imágenes sin límite como compañera  que ilumina el impulso de la expresión literaria naciente. La vela, la luminaria,  debe ser tomada  como el suceso más paradigmático de una fenomenología  cuya principal tesis  es   adentrarnos en la ensoñación, en un despojamiento gradual  de pensamiento o concepto, de incesante movilidad de  imagen,  en un proceso de decantación  metódica en su aparato filosófico.  La imagen poética debe ser tomada  como un deshojamiento de sus capas connotativas, metafóricas y simbólicas  para remontarnos  hacia su esencia como fenómeno puro de la imaginación. En  esta máxima adhesión del ser y la imagen literaria  habrá   una correspondencia muda entre el aliento y la llama, entre el verbo imaginado y el fuego. 

    El afán de  fundamentar una fenomenología de la imaginación  es auscultar  con finura y hondura  lo que podría  definirse como el  alma de  las cosas,  los espacios,  las palabras,  las presencias y desvelar su enraizamiento  en un  onirísmo creciente, acechar su  faceta oculta en las sombras del  inconsciente.  La fenomenología del imaginario es una fenomenología del alma. De este modo, todo se debe al desdoblamiento de su ser por la ensoñación creadora.  Al soñar cada ser y cada cosa  descubrimos que  todo es lo contrario de  su apariencia manifiesta,  como si todos estos objetos hubieran   sido soñados antes de haber existido. La apariencia no es la imagen. La imagen poética es la  trascendencia  de la apariencia, su noche, su sombra, su doble en el mundo de los sueños.

    Un término como imagen puede abocarnos  a una  gran profusión de sentidos pues se   habla de imagen  continuamente como algo que es visto,  percibido con nuestros sentidos,  o pensado. La imagen  parece designar siempre  algo externo, y nunca  en esencia algo inherente a nuestro ser , que dilata nuestro ser. Habrá que añadirle una serie de  epítetos como son “creadora”, “interna”, “dinámica”, “poética”, “imaginada”, “libre”, “cósmica”, “literaria” para   entender la imagen en  el  sentido de ser un fenómeno del psiquismo creador.

    Entonces nuestro  primer objetivo es estudiar  el fenómeno de la imagen  en la mente.  Como se irradia una imagen de extrema originalidad y a la vez remota –tan remota que pertenece a una antigua memoria-  en el psiquismo. Será  en múltiples ejemplos la imagen fundacional, primera y  más simple,  la que tiene para el fenomenólogo tal valor como para declararla  poseedora del atributo de poético. Cuando se está ante una imagen en si,  se está lejos de “pensarla”o “interpretarla”.  La imagen plena y resurgiente,  cuyo devenir inunda nuestro psiquismo  se vive en su actualidad, en su misterio y en su instante efímero. Estas imágenes nos diría un neurólogo, actúan sobre esa zona del cerebro más remoto en su filogénesis. Luego podremos hablar de la imagen como un concepto, podremos con ella matizar nuestros nociones, tendrá  el valor de un símbolo, podremos  más tarde inspirarnos para hacer de ella un mito o una fábula, también descifrar su arquetipo latente, pero en su presente  es como un flecha dirigida  al centro de una emotividad  muy primaria que se haya plasmada  en nuestros órganos y  está en la región que los metafísicos definen como  ontología del ser.  La imagen poética crea al ser y lo estimula a ser un  “más ser”. Por esta razón se define nuestra disciplina como una “fenomenología” –esencias del psiquismo- aunque podría ser nombrada  bajo el manto de otro término, como por ejemplo,  una psicología de la inventiva, una estética del acto creador, o una heurística – en el sentido que la imagen no es tanto algo que se sabe sino que se descubre. Lo importante no es tanto la imagen  y el acto de percibirla o reflexionar sobre ella, como el trayecto de incubación e  iluminación  creadora cuando esa misma imagen ilumina  y resuena en  la psique y aplazamos todo lo que nuestro entendimiento y nuestra cultura pueda explicar de ella. Pronto puede descubrirse  la  humildad y sencillez  de  la imaginación y la severidad  coartadora que desprenden  los conceptos. En un segundo plano los conceptos y la marea de interpretaciones deben quedar llegado a un nivel  de  encuentro íntimo con la imagen. Cuando estamos  deslumbrados por la imagen, por nuestra imagen predilecta, ésta  lo llena todo.   En este sentido una fenomenología de la imaginación  no educa nuestro órgano crítico, ni  puede pretender  ser  una episteme del saber. Antes bien   estamos ante una propedéutica o preparación a una recepción que en muchos aspectos es intuitiva y que opera como una estética  de flechazos, corazonadas, presentimientos  e  iluminaciones.

    ¿A qué nos referimos pues,  por imaginación  cuando viene  acompañada por  el epíteto de creadora o poética?; ¿cómo abordar su estudio como un fenómeno eminente de nuestro psiquismo y su expresión germinante en la  lengua literaria? ¿Qué valor, sentidos  y contenidos puede tener la imaginación para  una filosofía que pretende filosofar sobre ella? ¿No estamos aventurando  una disciplina  que une dos vocablos que  son  en su pronta significación radicalmente antitéticos, como sus sinónimos más esclarecidos: pensar y soñar? ¿Cómo conjuntar  verdad y método  con  lo que en esencia es misterio y  conjuro, o  lo  que es  arduamente determinante y preciso como una aserción crecida en plena dialéctica y tensión  del pensamiento con lo  que divaga y  se  pierde en la evasión y la bruma?

    Si puede existir una,  de  por sí paradójica,  filosofía de la imaginación  que no sea solamente una revisión de aquellos   filósofos  que durante la historia han  pensado sobre la imaginación, lo cual  no es nuestro objetivo aquí,  es la de permanecer en la frontera de un  discurso formado por teselas, rizomas, bucles, y entramados zigzageantes, multi-textualidades,  que se convierte en lanzadera hacia una  seducción a imaginar. Debe ser una filosofía marcada por las afinidades electivas de una sensibilidad atraída por los acertijos, las adivinanzas, las fábulas, las sugerencias, los hechizos,  los pensamientos aporéticos, las antinomias curiosas, las tautologías, los oxímorones,  las  anécdotas, las vivencias y las reminiscencias, las invenciones, etc. Deberá ser una filosofía nada coercitiva, lo suficientemente dúctil, como para ejercer una influencia en el lector, como para hacer despegar su pensamiento  y adentrarse en la dimensión de las imágenes libres.  Una filosofía que  ahonde en las ensoñaciones de otros  ahondando en la propia ensoñación. La fenomenología del imaginario es  praxis de la ensoñación  se trata como dice Gaston Bachelard de “aprender fenomenología mediante la ensoñación” (PES: 29).

     Los objetos  de la  inspección fenomenológica pueden ser variopintos y caprichosos pues puede atribuirse una fenomenología específica afín a  cada disciplina artística: una puerta entreabierta en la oscuridad, un umbral iluminado por un rayo de luz, una penosa mancha en la pared, el toquido en  una puerta, el poso en el fondo de una taza de té,  el   silencio tácito entre dos palabras,  una postal amarillenta,  una simple y vieja  silla, la llama endeble de una vela, la oquedad misteriosa de un objeto familiar,  una sombra  inquietante, una tonadilla melancólica.  La fenomenología de la imaginación  es la lupa de aumento de esos detalles innumerables, precisos y apasionadamente intensos,  que  poseen un porvenir de imagen, que son como puertas de acceso al otro lado.

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