En La historia interminable (1979) de Michel Ende, por mencionar un ejemplo conocido por todos, una terrible amenaza se cierne sobre el reino sin fronteras de Fantasía. Ante la mirada de sus pobladores desaparecen en la ausencia abismal territorios y seres de maravilla. No se asemeja a nada conocido, no tiene forma ni nombre, no tiene presencia ni palabra, no se puede llegar a nombrar y menos aún describir, no se puede percibir ni imaginar, es la inexpresión, la nada que se extiende como una mancha por los confines de una geografía imaginaria provocando su hundimiento. Un abismo que ni tan siquiera se puede contemplar pues acaece como una ceguera. En esta fábula es la “evasión” solitaria de un niño lector lo que puede testimoniar la fatalidad de este acontecimiento y hacer renacer con su acto de imaginación furtiva las maravillas de una ensoñación en peligro de desaparecer en el olvido. La Emperatriz infantil doliente de una extraña enfermedad para la que parece no haber cura expresa el arcano de los poderes femeninos del ánima o el alma poética. Ella simboliza los poderes de la imaginación. El libro que nunca ha sido terminado de escribirse es su llamamiento. La imaginación nos invita a proseguir una historia más, siempre una historia más.
Del mismo modo que cada día desaparecen bosques y especies de animales, al igual que intentamos preservar la naturaleza de la explotación y la agresión, no está de más recordar que la imaginación y sus geografías de la ensoñación reclaman nuestros cuidado y también su preservación. Asistimos en cambio en nuestro tiempo a un hecho que parece no tener huella manifiesta en nuestra realidad material; a lo más, somos asaltados por una añoranza de un pequeño detalle del mundo que súbitamente se nos hace evocador por haber desaparecido para siempre llevándose tras de sí una estela de imágenes queridas. Nuestro mundo corre y progresa tan veloz que no podemos cristalizar una evocación en un detalle insospechado de nuestra realidad, sea un objeto, una palabra o un espacio. Olvidamos que un detalle insignificante del mundo al ser valorizado es la entrada al reino de las imágenes. Este hecho al que nos hemos precipitado es el ocaso de la imaginación.
Este ocaso se manifiesta en nuestra cultura por la devastadora impronta psíquica de las imágenes visuales y los estímulos virtuales que hacen de la vista un ojo muerto, un ojo anestesiado, que refleja cada vez más una imaginación empobrecida, descriptiva o literal. Es justamente esta invasión de imágenes externas, su pregnancia, su onirismo simulado, las que ciegan paulatinamente nuestra visión interior y la capacidad de ahondar en las profundidades de nuestro sueño. Estamos tan saturados de imágenes y de informaciones, nuestra cognición es tan apresurada, fragmentada, nerviosa y agitada, estamos tan embrutecidos y asaltados por el ruido externo, nos sentimos tan avasallados en nuestra sensibilidad natural, que somos sumamente pobres en experimentar nuestras propias imágenes, que, raramente, nos dejan imaginarlas en silencio; y por último, hemos perdido nuestra íntima comunicación y transferencia activa con el mundo de los sueños.
De este modo todas las acciones que denoten un despojamiento de la mente serán acciones iluminadoras y visionarias. Todas las acciones que denoten un ahondamiento, una introspección, serán decisivas como resistencia al zeirgeist de nuestra época al cegar la última posibilidad de libertad: la libertad de imaginar. Solamente un sencillo experimento puede demostrar al paso esta tesis: escoger un lugar apartado, desinteresarse de los espectáculos del mundo, y pasado un tiempo será comprobable como los propios sueños toman matices nuevos y originales, se sentirá como las imágenes mentales serán más nítidas y más nuestras. Los sueños de pronto se posan en sus verdaderos esquemas en los que late un eco remoto y vivido. Esta es una experiencia de la que pueden hablarnos algunas personas que viven apartadas y solitarias. La inspección de nuestros propios sueños, la observancia delicada de las imágenes mentales que nos asaltan, son las mejores pruebas de la autenticidad onírica de nuestras imágenes. Por que ya no se trata de imaginar como un acto positivo del psiquismo sino de una vía dialéctica y negativa: qué es lo que nos resta, qué imagen falsa se interfiere y detiene nuestra imaginación. Esta vía de impulso dialéctico es el silencio.
Las disciplinas filosóficas, y por fuerza, las ciencias psicológicas, en su pragmatismo, se suman a este decurso histórico cuando son habitualmente sordas al die Seele como si fuera éste un concepto teológico que pertenece a una filosofía de los valores religiosos, una elucubración intangible, ineluctable y esotérica sin impronta en el pensamiento y la sensibilidad. Parece que el pensamiento avasalla y niega las facultades del alma como aceptación nihilista de todo cuanto hay de trascendente en el ser, todo lo que nos embarcaría hacia una sutil apreciación ontología de la psique.
Siempre en el alma, y por ende, en el inconsciente, para el hombre moderno se encuentra lo psíquicamente turbador, la otredad innombrable y el tabú, lo extraño y la sospecha, el extranjero y lo errante, aquello que nos atrae pero que nos produce temor y temblor, sin albergar la sospecha de que es justamente allí en las regiones más profundas, en el umbral de los recuerdos o las reminiscencias vividas, donde se encuentra el manantial de las imágenes que pueden devolvernos la riqueza de una experiencia renovadora de la lengua y su virtud expresiva. Se desea descender al mundo de las sombras, saquear los tesoros, desenmascarar lo inconfesable, descubrir las causas del alma enferma y la patología, y regresar indemne a la luz diurna, pero jamás permanecer allí en el ámbito de la oscuridad como así lo expresan numerosos mitos griegos del hades y de la noche. Del mismo modo, el psicoanálisis es a todas luces un mito del regreso y del alba, una victoria del ego sobre la imagen sintomatizada por la mente despierta. Pero cuando concretamente cerramos el acceso telúrico de nuestro inconsciente, a la gran sima del anima universal, estamos cercenando la decisión imprudente de Orfeo , figura mítica que encarna la destreza lírica y que gracias a esta destreza puede abrir las puertas del Hades en su búsqueda de Eurídice. Asimismo toda acción creadora es siempre una decisión valiente marcada por la insensatez de un descenso, es una búsqueda de imagen en sus valores de profundidad –abajo, siempre más abajo-, como una sonda en las profundidades de la mente. Esta censura no solo se da en una mente sino que embarca a toda una colectividad.Como nos advierte cierta antropología del mundo griego al describirnos la Atenas del sigloV y como son tapiadas las fuentes y los accesos a las cuevas con templos y oráculos: cerrar el acceso al mundo subterráneo, delimitar los cultos de la religión primitiva unida a los ritos ctónicos primitivos, y establecer una religión ordenada, cívica, olímpica, luminosa. Este hecho histórico se repite cíclicamente durante la historia de occidente en como ha desdeñado la facultad de la imaginación y como ha mantenido en cuarentena las vías de acceso al alma inconsciente.
Es entonces cuando una filosofía de la imaginación que asuma el fenómeno psíquico de la imaginación creadora debe ser tomado como un gran proyecto del alma –hacer alma, crear alma, recobrar el alma-, en el mismo sentido que James Hillman entiende el Renacimiento en la figura de Ficino como un renacimiento del alma y proyecta una psicología imaginal; en como Carl Gust Jung entiende la compleja personalidad espiritual de Paracelso , medita sobre el significado del alma en la cosmología alquímica, y proyecta un substratum universalis de la cultura, también en la obra de algunos grandes mitólogos cuando rebasan siempre la propia arqueología del mito y nos hablan de una posible mitología creativa, es el caso de Joseph Campbell ; en la modesta y no menos profunda Gramática de la fantasía de Gianni Rodari , en todos los intentos de defender una literatura de imaginación como puede ser la obra de Italo Calvino o Jorge Luis Borges; o como los estudios poéticos de Gaston Bachelard componen un gran fresco de modestas añoranzas y nostalgias que reflejan fuerzas de avasallamiento de la cosmicidad.
Estos pensadores, a los que habría que añadir otros muchos, pueden representar a mi juicio la sospecha de que la vida inconsciente no comienza y terminar con el sueño, que no existe una frontera clara entre la vigilia lúcida y el sueño profundo, sino que debemos aprender a convivir psíquicamente con la zona de sombra pues el inconsciente abarca toda la vida psíquica y es predecesora a toda cognición. Como muy bien lo expresó C. G. JUNG en Los complejos y el inconsciente no comprendemos que “la conciencia es, por naturaleza, una especie de capa superficial, de epidermis flotante sobre el inconsciente, que se extiende en las profundidades, como un vasto océano de una continuidad perfecta” (JUNG, 2001: 72), “la conciencia es un brote tardío del alma inconsciente” (Ibidem: 24). Sobre este tema late sin duda la efigie del alquimista y su obra infatigable por enlazar todos los planos del ser pues en él se aúnan el artista, el psicólogo de las profundidades, el lector erudito, el primitivo científico, el inventor de palabras, el teólogo, el filósofo. Jamás encontraremos un poder mayor de integración y unidad de lo imaginario que en el opus magna de los antiguos alquimistas. La figura del alquimista es el arcano inmanente que evoca los intentos de plasmar en un pensamiento proyectivo los poderes de lo imaginario en su búsqueda del el oro psíquico.
El cometido de una filosofía del imaginario debe tratar de instruir –sensibilizar- un ojo psicológico- una visión interior- que se vuelca siempre hacia la intimidad y como incesantemente regresa, reconstruye, crea con una renovada originalidad, constelaciones de imágenes que hacen que un anima mundi se salve de la desaparición. Atender a las facultades del alma en su finura y delicadeza cuando se expresa en las imágenes que se imaginan o nos dejan imaginar, virtud más próxima a una imaginación literaria que lee o que promete escribirse. Por que no solo desaparecen visiones sino también las palabras fantásticas que las nombran por lo que un ocaso de la imaginación desemboca en una moribundez del lenguaje y el olvido silencioso del patrimonio milenario de las palabras.
Este ocaso de la imaginación puede ser simbolizado por el desvanecimiento de la llama . La efigie del narrador, la efigie del lector, el pábilo cimbreante que ilumina la página escrita es la mejor evocación que podemos invocar en defensa de la imaginación que añora las palabras y vuelve a descubrir el fuego interior que las anima. La protección de la llama endeble pronta a apagarse es la mejor metáfora de un hipotético último lector. Una fenomenología del imaginario a tal punto esbozada es una defensa de la lectura y la escritura, la imagen literaria –y más concretamente la imagen poética- como cumbre de todas las imágenes.
El impulso de escribir, hablar y leer con introspección recibe todas las metáforas del fuego. De la hoguera primigenia a la extinción de la llama en la última pavesa el fuego encarna mejor que ningún otro fenómeno la vida del lenguaje que pulsa sobre la mudez y el silencio. El habla, la escritura y la lectura son actos de protección de una llama lejana, ambas pertenecen a la misma memoria del tiempo. La vela acompaña la meditación filosófica y la actividad literaria pues el pasado de las luminarias es el pasado de la escritura y cada libro de nuestra herencia literaria nos remite al carácter propio de la llama o el fuego que lo ha iluminado: ya sea una vela, un candil, un candelabro, un pábilo, una lámpara de petróleo, un fanal, o la lumbre de la cocina. Preparar y prender la mecha de una antigua luminaria es hoy un acto cuya nostalgia no nos pertenece. La llama endeble es tan remota en el tiempo y tan familiar que junto al pábilo y su aura dorada se agolpan las sombras de recuerdos que no son nuestros y de los que tomamos una posesión creadora, un orgullo de cámara. Aún hoy, con la luz de la lamparilla en una estancia en penumbra recobramos el eco de nuestras palabras queridas, el tenue resplandor de nuestros objetos más próximos, nos acurrucamos en la soledad dulce de nuestra intimidad y apego a un espacio. Si tomamos un libro o una cuartilla de papel la llama conjura el fantasma del lector y del escritor. De este modo la presencia de la llama ardiente y ascendente, en su máxima simplicidad y ascetismo, es un inductor desbordante de imágenes sin límite como compañera que ilumina el impulso de la expresión literaria naciente. La vela, la luminaria, debe ser tomada como el suceso más paradigmático de una fenomenología cuya principal tesis es adentrarnos en la ensoñación, en un despojamiento gradual de pensamiento o concepto, de incesante movilidad de imagen, en un proceso de decantación metódica en su aparato filosófico. La imagen poética debe ser tomada como un deshojamiento de sus capas connotativas, metafóricas y simbólicas para remontarnos hacia su esencia como fenómeno puro de la imaginación. En esta máxima adhesión del ser y la imagen literaria habrá una correspondencia muda entre el aliento y la llama, entre el verbo imaginado y el fuego.
El afán de fundamentar una fenomenología de la imaginación es auscultar con finura y hondura lo que podría definirse como el alma de las cosas, los espacios, las palabras, las presencias y desvelar su enraizamiento en un onirísmo creciente, acechar su faceta oculta en las sombras del inconsciente. La fenomenología del imaginario es una fenomenología del alma. De este modo, todo se debe al desdoblamiento de su ser por la ensoñación creadora. Al soñar cada ser y cada cosa descubrimos que todo es lo contrario de su apariencia manifiesta, como si todos estos objetos hubieran sido soñados antes de haber existido. La apariencia no es la imagen. La imagen poética es la trascendencia de la apariencia, su noche, su sombra, su doble en el mundo de los sueños.
Un término como imagen puede abocarnos a una gran profusión de sentidos pues se habla de imagen continuamente como algo que es visto, percibido con nuestros sentidos, o pensado. La imagen parece designar siempre algo externo, y nunca en esencia algo inherente a nuestro ser , que dilata nuestro ser. Habrá que añadirle una serie de epítetos como son “creadora”, “interna”, “dinámica”, “poética”, “imaginada”, “libre”, “cósmica”, “literaria” para entender la imagen en el sentido de ser un fenómeno del psiquismo creador.
Entonces nuestro primer objetivo es estudiar el fenómeno de la imagen en la mente. Como se irradia una imagen de extrema originalidad y a la vez remota –tan remota que pertenece a una antigua memoria- en el psiquismo. Será en múltiples ejemplos la imagen fundacional, primera y más simple, la que tiene para el fenomenólogo tal valor como para declararla poseedora del atributo de poético. Cuando se está ante una imagen en si, se está lejos de “pensarla”o “interpretarla”. La imagen plena y resurgiente, cuyo devenir inunda nuestro psiquismo se vive en su actualidad, en su misterio y en su instante efímero. Estas imágenes nos diría un neurólogo, actúan sobre esa zona del cerebro más remoto en su filogénesis. Luego podremos hablar de la imagen como un concepto, podremos con ella matizar nuestros nociones, tendrá el valor de un símbolo, podremos más tarde inspirarnos para hacer de ella un mito o una fábula, también descifrar su arquetipo latente, pero en su presente es como un flecha dirigida al centro de una emotividad muy primaria que se haya plasmada en nuestros órganos y está en la región que los metafísicos definen como ontología del ser. La imagen poética crea al ser y lo estimula a ser un “más ser”. Por esta razón se define nuestra disciplina como una “fenomenología” –esencias del psiquismo- aunque podría ser nombrada bajo el manto de otro término, como por ejemplo, una psicología de la inventiva, una estética del acto creador, o una heurística – en el sentido que la imagen no es tanto algo que se sabe sino que se descubre. Lo importante no es tanto la imagen y el acto de percibirla o reflexionar sobre ella, como el trayecto de incubación e iluminación creadora cuando esa misma imagen ilumina y resuena en la psique y aplazamos todo lo que nuestro entendimiento y nuestra cultura pueda explicar de ella. Pronto puede descubrirse la humildad y sencillez de la imaginación y la severidad coartadora que desprenden los conceptos. En un segundo plano los conceptos y la marea de interpretaciones deben quedar llegado a un nivel de encuentro íntimo con la imagen. Cuando estamos deslumbrados por la imagen, por nuestra imagen predilecta, ésta lo llena todo. En este sentido una fenomenología de la imaginación no educa nuestro órgano crítico, ni puede pretender ser una episteme del saber. Antes bien estamos ante una propedéutica o preparación a una recepción que en muchos aspectos es intuitiva y que opera como una estética de flechazos, corazonadas, presentimientos e iluminaciones.
¿A qué nos referimos pues, por imaginación cuando viene acompañada por el epíteto de creadora o poética?; ¿cómo abordar su estudio como un fenómeno eminente de nuestro psiquismo y su expresión germinante en la lengua literaria? ¿Qué valor, sentidos y contenidos puede tener la imaginación para una filosofía que pretende filosofar sobre ella? ¿No estamos aventurando una disciplina que une dos vocablos que son en su pronta significación radicalmente antitéticos, como sus sinónimos más esclarecidos: pensar y soñar? ¿Cómo conjuntar verdad y método con lo que en esencia es misterio y conjuro, o lo que es arduamente determinante y preciso como una aserción crecida en plena dialéctica y tensión del pensamiento con lo que divaga y se pierde en la evasión y la bruma?
Si puede existir una, de por sí paradójica, filosofía de la imaginación que no sea solamente una revisión de aquellos filósofos que durante la historia han pensado sobre la imaginación, lo cual no es nuestro objetivo aquí, es la de permanecer en la frontera de un discurso formado por teselas, rizomas, bucles, y entramados zigzageantes, multi-textualidades, que se convierte en lanzadera hacia una seducción a imaginar. Debe ser una filosofía marcada por las afinidades electivas de una sensibilidad atraída por los acertijos, las adivinanzas, las fábulas, las sugerencias, los hechizos, los pensamientos aporéticos, las antinomias curiosas, las tautologías, los oxímorones, las anécdotas, las vivencias y las reminiscencias, las invenciones, etc. Deberá ser una filosofía nada coercitiva, lo suficientemente dúctil, como para ejercer una influencia en el lector, como para hacer despegar su pensamiento y adentrarse en la dimensión de las imágenes libres. Una filosofía que ahonde en las ensoñaciones de otros ahondando en la propia ensoñación. La fenomenología del imaginario es praxis de la ensoñación se trata como dice Gaston Bachelard de “aprender fenomenología mediante la ensoñación” (PES: 29).
Los objetos de la inspección fenomenológica pueden ser variopintos y caprichosos pues puede atribuirse una fenomenología específica afín a cada disciplina artística: una puerta entreabierta en la oscuridad, un umbral iluminado por un rayo de luz, una penosa mancha en la pared, el toquido en una puerta, el poso en el fondo de una taza de té, el silencio tácito entre dos palabras, una postal amarillenta, una simple y vieja silla, la llama endeble de una vela, la oquedad misteriosa de un objeto familiar, una sombra inquietante, una tonadilla melancólica. La fenomenología de la imaginación es la lupa de aumento de esos detalles innumerables, precisos y apasionadamente intensos, que poseen un porvenir de imagen, que son como puertas de acceso al otro lado.
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